El hombre que cuidaba sus piedras

“El hombre que cuidaba sus piedras” 


   Casi como un ritual, el hombre que cada tarde riega las piedras de su ante jardín, aparece cada noche en el patio interior de su casa, previo a acostarse y se para frente al árbol pequeño de los frutos que nunca afloraron. Mientras respira la noche, contempla sus ramas, sus hojas y luego dirige la mirada al cielo, escudriñándolo como intentando adivinar el tiempo para el día siguiente, evocando a su abuelo en aquellos campos, en aquellos años de cielos despejados. Estira sus brazos a lo alto, como una forma de atrapar el tiempo y atesorar tantos y bellos recuerdos. Luego y súbitamente, baja la mirada y se afana en una tarea también diaria, retirando cuidadosamente cada hoja desechada por la brisa de un otoño que ha comenzado a sentirse, de cada piedra que aquel árbol rodea. No se trata de las mismas piedras que en el ante jardín compiten por el cetro de las más bellas, sino de las que humildemente su árbol rodean y hermosean tan solo y por estar, tan solo y por proteger la tierra que lo sustenta. 


   Y así, con suma cautela y paciencia, va logrando el despeje completo de cada piedrecilla que durante la tarde se vio fortuitamente ensombrecida por las hojas arrojadas desde lo alto de aquel árbol de los frutos que nunca afloraron, pero que aquel ser cuida como si fuera el madero más santo; y así también cuida cada piedra que le rodea, porque no pocas veces ha creído encontrar en ellas alguna que se parezca a las que su abuelo encontraba en la tierra, deteniendo el paso para sentir y confirmar su perfecta redondez y guardarla en su bolsillo con sumo cuidado, mientras caminaban recorriendo los campos, pala al hombro, conversando bajo el cielo de antaño; cielos de ensueños y tan despejados como en ningún otro lugar logró a través de los años encontrar. 


   Sin contar el pasar del tiempo, detiene su tarea una vez se cerciora que sus piedras lucen cual jardín en primavera.



El hombre que regaba sus piedras


"El hombre que regaba sus piedras"




   Cada tarde, al bajar el sol, aparece el vecino de la casa del frente. Me divierte mucho verle a través de mi ventana, por lo que mucho antes que aparezca tomo los resguardos necesarios y me instalo junto a una bebida y galletas a contemplarlo. Es muy dedicado. Primero aparece abriendo de par en par la puerta, para luego esconderse por unos segundos. Más pronto que tarde vuelve a aparecer en escena, pero esta vez para tomar la manguera que ha pasado por debajo del portón y tirarla hacia afuera lo que más pueda. Luego vuelve a entrar. Es cuando se siente como abre la llave que tiene en el patio y reaparece; toma diestro la manguera y comienza a regar su ante jardín con actitud triunfante, dirigiendo el chorro de agua con diversas maniobras. Meticuloso, se preocupa no quede ningún borde de aquel rectángulo sin humedecer. Vaya y maneja con maestría la manguera. Puedo notar el cómo disfruta del agua brotando de ella. ¡Les juro por Dios, no deja ninguna de las piedras que tiene por jardín seca! 


   Así y una vez finalizada su tarea, se retira a cerrar la llave del patio interior, jala de la manguera para guardarla y enrollarla y así quede lista para mañana. Yo me quedo unos momentos mirando con atención aquellas piedras tan bien regadas y agradezco al vecino que lo haga cada tarde al esconderse el sol, porque si bien ambos sabemos que ninguna de aquellas crecerán ni mucho menos florecerán, lo cierto es que todas ellas quedan preciosamente bañadas y cada una comienza a cobrar vida propia y asoman sus colores y se diferencian la una de la otra y compiten por ser la más bella, mientras algún que otro rayito de sol rezagado complica las cosas posándose en alguna y, por esta tarde, corona y otorga el cetro a la reina de todas las piedras. 

Dentro de...

Dentro de...


Fatigado, luego de una larga jornada laboral y un día lluvioso,llegó a casa. Antes de ingresar arrojó la colilla del cigarrillo, con fina puntería, al primer charco de la entrada. Abrió la puerta, encendió todas las luces al mismo tiempo y tiró las llaves junto a sus enseres en el sillón del living. Se acercó a la cocina, puso a hervir agua y sirvió un tazón de té. Luego, enrumbó directo al dormitorio.

Alcanzó a dar un par de sorbos y prender la televisión para ver las noticias, cuando cayó completamente rendido en un profundo sueño. Tendido sobre su lecho, aun vestido y con las luces y televisión encendidas, lo fue encontrando la noche; una noche amenazante, acompañada de fuertes vientos agitando las copas de los árboles, ramas y ventanales circundantes.

Fue así como se encontró soñando, primeramente como si fuese él mismo, contemplándose desde el umbral de la puerta de entrada e intentando apagar todo lo que había omitido, debido al cansancio.

Al intentar presionar el interruptor del dormitorio, sintió que su mano traspasaba la pared y debió esforzarse para recobrar el equilibrio. Lo intentó una vez más, con idéntico resultado.

Asustado, se dirigió al living y revisó todas las ventanas y puertas, cerciorándose estuviesen bien cerradas. La cocina y el baño principal estaban en orden. Luego escudriñó a la ligera el baño de invitados, que se encontraba desordenado cual improvisada bodega y desde donde llegaba una gélida brisa a través de la pequeña ventana semi abierta. Al intentar su cierre, azotó su mano una espinosa rama que sutilmente se asomaba. La retiró raudo, quejándose por la mala suerte e intentó nuevamente, pero esta vez fue abducido de forma brutal por el mismo reducto, golpeándose en hombros y caderas, de hecho sufriendo la luxación de su clavícula al pasar por aquel espacio de 30 centímetros cuadrados. 

Al recobrarse y abrir los ojos se encontró de pie y al borde de un gran acantilado. No había forma de dar un paso atrás. Una extraña fuerza lo mantenía cual títere, totalmente a su merced; inmovilizado. Miró a izquierda y derecha sin encontrar más que un desolador paisaje; se hallaba solo en aquel paraje holocaustico y encima de ello inmóvil, contemplando aquel vertiginoso abismo delante suyo.

Trató de mover los brazos, pero el dolor le punzó hasta el alma. El hombro derecho era el más afectado. En la boca, reseca, sintió un pequeño sabor a hierro. Con su mano izquierda restregó la comisura de los labios; era sangre y luego de aquel gesto volvía a brotar, cual rojo manantial.

Me habrán golpeado, de seguro, pensó en el momento. Una paliza. Un asalto, tal vez, alcanzó a divagar.


De pronto y frente a él, suspendido de la nada, apareció el marco de su ventana, la ventana de baño por donde,según recordaba, fue abducido, tras intentar cerrarla.

Parpadeo un par de veces, aún aturdido por tanta sensación junta y volvió a fijar la vista. Ahí estaba, entre abierta y haciendo juego hacia atrás y hacia adelante, con la misma rama espinosa asomándose; solo que esta vez y con cada juego, se aproximaba más y más en dirección a él.

¡Dios mío!, pero ¿qué mierda de sueño es todo esto?, gritó para sí.

Volvió a mirar al frente y aquella rama, que en primera instancia solo se asomaba perturbadora, ahora ya le rozaba la punta de la nariz, provocándole cosquilleo e inquietud, dado que ahora no era capaz de levantar siquiera su mano izquierda para ayudarse y sacársela de en frente.

El cosquilleo inicial se transformó en dolor. Contrariado, miró detenidamente por encima de su nariz y divisó el amenazante camino de una larva oscura, llena de escamas y que lo miraba fijo y de forma siniestra, trayendo consigo, cual ballesta, una especie de afilado cuerno o colmillo. Movió la cabeza, negando todo aquello; no podía ser cierto todo esto.

Seguramente ya despertaré de todo este maldito sueño, intencionó pensar, abstrayéndose por un instante de aquella agria pesadilla, pero la sorpresa lo sacó de sí al sentir que aquella cosa oscura y puntiaguda tanteaba bruscamente la superficie de sus fosas nasales, enterrándose cada vez más, avanzando por su interior, mientras lágrimas se mezclaban al sabor del hierro en la comisura de los labios, totalmente ensangrentados.

Aquel bicho, sacado de la más horrenda revista de historietas, continuaba introduciéndose en él, sin hacer caso a su jadeo y movimientos, que en vano luchaban por sacudirse el espanto de sentir como le iban destrozando internamente las vías respiratorias, desgarrando tabique, faringe y paladar.

Entre nebulosas, divisaba vagamente aquel cuerpo extraño, sin fin, que serpenteaba y bajaba por la tráquea, obstaculizando cualquier intento de respiración, provocando el estallido interno del tímpano; inmóvil, pereciendo de a poco en un sufrir interminable.


Cuando el último halo de vida ya se iba de su ser en forma definitiva, aspiró repentinamente y logró abrir de par en par sus ojos. Sintió su respiración agitada, al borde del colapso. Miró nuevamente al frente de sí y vio las rayas y sonido estridente de la televisión encendida. Abrió la boca para dar la bocanada más grande que alguna vez pensó dar y saciar el vacío de los pulmones que retornaban a la vida, así como todo su ser.

Rápidamente y una vez recuperado, se levantó raudo al baño de visitas, encendió la luz y cerró de un severo golpe la ventana que se agitaba y movía a merced del viento. Dio media vuelta y permaneciendo inmóvil, bajo el umbral de la puerta. Miró alrededor suyo. Todo estaba en orden, todas las luces encendidas, todas las ventanas y puertas cerradas.

Se llevó ambas manos a la cara. El corazón latía al borde del colapso. Cerró los ojos, agradeciendo a quien fuera, que todo haya sido un maldito sueño del que al fin se había despertado.


Antes de recobrar las fuerzas para terminar la tarea de apagar todo delante sí e irse a dormir, sintió una leve sensación acuosa bajando por su bigote hasta llegar lentamente a la comisura de sus labios. Tembló de pies a cabeza y se negó a averiguar qué podía ser. Las manos no respondían y es más, ahora se hundían en su rostro, presionándolo con fuerza sin que lograra control alguno sobre ellas. Abrió los ojos y por entre los dedos logró divisar, con espanto, la aparición de la ventana del baño de invitados, ubicado a su espalda,y que se suspendía de la nada frente a él, mientras un viento proveniente de la casa jugaba a abrir y cerrarla, rozándole manos y cara.

Una gota acuosa se deslizó por su bigote y sintió el sabor a hierro en la comisura de los labios…




 CW

Una Cajita llamada Catita, se convirtió en cenizas

“ Una Cajita llamada Catita, se convirtió en cenizas “


Vagos recuerdos guarda, Catita, la Cajita, cuando conversa con sus amigas Cajas o bien con sus amigos Cartones; no recuerda muy bien cómo era cuando chica.

Sin embargo, hoy en día, feliz se declara Catita, la Cajita, sirviendo para guardar cosas o bien para ser guardada ella misma; mal que mal muy bien sabía lo útil que, ante cualquier propósito siempre sería.

Catita, la Cajita, cada vez que la desarman se sentía libre y de alma descansada, pero cuando ocurría que volvían al trabajo de doblarla y rehacerla, se consideraba plena de alegría y dicha.

Un día cualquiera, sus dueños se mudaron de casa. Feliz se sentía, Catita, la Cajita, pues sirvió nuevamente para guardar tantas cosas y ser utilizada una y otra vez, durante toda la jornada. Hasta que terminó la mudanza. Ese día, aun lo recuerda con profunda tristeza: Cuando hubo terminado el cambio, ocurrió lo que más temía, la peor de sus pesadillas; ya nunca más la necesitarían. Esa tarde la desarmaron y, sin despedidas ni preguntarle más nada, la botaron.

Al cabo de unas horas fue descubierta por un vagabundo que las calles, recolectando sobras, recorría. La vio y guardó con tanto amor, que volvió a sentirse aun más querida.

Resultó ser que aquel señor cama no tenía. Desde ese momento ya no acarrearía cosas ni seria doblada ni redoblada ni mucho menos desarmada; desde ese día solo cumpliría una tarea que la llenaba de dicha; sería el lecho para que el buen hombre durmiera de mejor forma y no pasara tanto frio durante las heladas noches de invierno a la orilla del río.

Contenta y dichosa se encontraba Catita, la Cajita, pues cada día en que aquel vagabundo se despertaba, sentía el amor con que él la acariciaba y agradecía por darle un mejor cobijo día a día. Querida se sentía. Ya nunca más utilizada, sino por ella la mejor y más sincera forma de agradecimiento a una labor que, por obra del destino, había sido llevada y por la que ella misma se sentía aun más agradecida.

Sin embargo una noche, en que el vagabundo profundamente dormía, pasaron unos chicos entumidos de frio y, sin mayor escrúpulo por aquel ser que descansaba a la orilla del río, la secuestraron llevándola muy lejos. Alguno de ellos la hizo un rollo sin delicadeza y apretó bajo el brazo. No supo cómo ni cuándo, no alcanzó a saber de distancias ni el pasar del tiempo, solo se sabía, a la fuerza, de su vagabundo, alejada.


Esa misma noche, Catita, la Cajita, fue nuevamente utilizada. Esta vez por un grupo de muchachos entumidos de frío que, escapar de la ciudad y de la policía acostumbraban. Sabía, que en alguna lejana orilla del mismo río, aún seguía, pero no para ayudar a mudar cosas o bien para cobijo alguno. Esta vez, Catita, la Cajita, lo presentía, sería usada para ayudar a prender una fogata a orillas del mismo río en que aquel vagabundo tan sinceramente le agradecía su cálido refugio día a día; esta vez, cumpliría una función demasiado especial y, a la vez definitiva, puesto que aquella fogata la vería finalmente en cenizas convertida.

Que la coja escoja a quien la coja


“Que la coja escoja a quien la coja”


¡Orden!, ¡Orden! –se escuchó imponente desde arriba del gallinero, al gallo más viejo de todos, el gallo Eulasio, al ser despertado de su siesta por una lucha de proporciones que se estaba librando entre un par de pendejos gallos que, alborotados se molían a espuelazos por el amor de la más cocoroca de las gallinas, la coja Alicia.

¡Me parece que en vuestra pelea han olvidado por completo que aquí la decisión no pasa por ninguno de ambos, so pelmazos! -todo el mundo aplaudió al unísono aquella intervención, en pos de salvaguardar la integridad de todos ante la cruenta disputa de estos gallitos por la cocoroca, de quien todos sabían además, que con los dos se comportaba como toda una zorra.

¡Que la coja escoja y se quede solo con uno por zorra! –comenzaron a murmurar todos.

¡Que sea ella quien escoja a quien en adelante la coja! –maldijeron, dándoles la razón al resto, ambos gallos, cabeza gacha y malhumorados, sabiendo que uno de ellos, frente a todo el mundo, quedaría trasquilado y, lo peor de todo, por Alicia, la cocoroca, la puta más puta y la más zorra de todas, desde ahora, vetado.

¡Orden!, ¡Orden! -dictó por última vez, el viejo y sabio gallo Eulasio, quien continuó hablando bajo un silencio sepulcral-. Con todo este caos hasta las comadrejas se benefician del alboroto provocado por estos dos inmaduros gallos, un par de zopencos sin igual, mientras nuestros huevos y polluelos no están a salvo ante tanto revuelo desatado en el gallinero gracias a la inocencia mal habida de esta cocoroca indecisa de Alicia, de quien todos sabemos no profesa las mejores prácticas y con ambos se revuelca a escondidas por no perder parte ni pedazo. Que de una vez esto se zanje, en beneficio de todos –finalizó dramáticamente-; a contar de hoy y bajo amenaza de destierro, obligaremos a que se decida por fin esta zorra cocoroca y, en adelante se comporte como su estampa lo señala; “como una tranquila gallina ponedora”.

Pongan atención, gallo Falo y gallo Tom, no queremos más desafíos entre pendejos ni menos aún que pongan en peligro a nuestro gallinero completo. La decisión que tome la coja Alicia será acatada sin derecho a reclamo –y sentenció a viva voz:

“¡Que sea la cocoroca Alicia, nuestra puta coja, quien escoja a quien se la coja; pues se quedará solo con uno, por zorra!”




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FraileNsueño

FraileNsueño


¿Qué será de Alberto, mi adorable Fraile Alberto? -recordaba para así, en voz alta sin desearlo; melancólica, con un dejo de rubor en sus mejillas y de candor en su barriga, una tímida Lucía.

¡Seguro que aun no te sacas de la cabeza a ese Cura desviado que te sedujo y luego pidió su traslado! -con enconada ira su padre, sentado en el gran sillón de la sala le reprendía, como adivinando lo que por su cabeza acaecía. Maldigo el día en que a nuestro Pueblo, por aquel que tan bien estimamos de Párroco, nos fue enviado.

¡Castrarles debieran! –seguía. Castrarles deberían de considerar a esos mal nacidos que se esconden cobardes tras sus oscuros hábitos mal habidos, manchados de sodomías y lujurias contenidas, por sus pares bien consabidas; protegidas.

Padre, ya no ladres –a regañadientes susurrábale Lucía, entristecida. Aun no sabes el daño que me haces al hablar así de aquel que, por su nobleza y amor, logró conquistarme; enamorarme.
He de recordarte fui yo la culpable. Fui yo quien lo incitó y condujo a los placeres de la carne; quien poco a poco, coqueta fui acercándomele; quien, a través de confesiones, por cualesquiera condenables, le atrajo; pues las inventaba para provocar. Lo llevé a fijarse en mí, en mis escotes; en mi talle. La conductora confesa de haber abierto su mente y su divino voto de castidad que orgulloso a todos profesaba.

¡Benditas inocencias corrompidas, de aquellas bien sabidas y por todos; incluídome. Tan discutidas, pues aceptadas llegan a quedar de conciencia esas estúpidas chiquillas! ¡Debía tocarle justo a la mía niña! ¡Qué mierda hice ahora o antaño, sin saberlo, para merecer el soportar que siquiera odio contra ese animal pueda en mi propia casa profesar y menos, como mi mente lo manda, buscarle y mandar a matar!
Solo por el amor que te profeso desde mis entrañas, querida hija mía, es que contengo toda esta rabia y soporto inclusive oírte bien de “aquel” hablar. Si tan solo supieras lo que bien podrías. Si llegaras siquiera, por momentos, mis pensamientos a escarbar; te aseguro, piedad a mí ya no me encomendarías, pero desprecio inmediato sé, en tu corazón anidarías, no importando la sangre que por tus venas corre y de la que tan orgulloso me sentí en tu nacer y hasta el hoy en día -quedóse blasfemando para sí, pensando y de a poco sumiéndose en un profundo dormirtar de mal ensueño y del que, pese a despertar de sobresaltos en varios momentos, no supo discernir si era verdadero o falso.
Su hija, único y adorable retoño seguía, según pudo advertir, en su pieza, despierta; estaría terminando algún trabajo de bordados. Volvió a conciliar el sueño, esta vez premunido de un prejuicio insano, una duda eterna; las manos agarrotadas tomaban y aprisionaban sus sábanas.



Le contaré, es mi deber y viene siendo tiempo. Por la obligación más que moral y como única hija. Por la obligación física que me supera, he de contarle alguno de estos días -terminaba de escribir, acongojada, al pie de la última página de su diario de vida, Lucía.
Ya cansada de los recuerdos y culpable de comenzar a sentir los primeros síntomas de lo que, su Tía, entre conversas, le había explicado; sin más ni menos, esto era un embarazo.
Alberto, mi adorado Fraile Alberto ¿Dónde estarás amado mío a estas horas?, ¿En qué lugar has de encontrarte sin mi incondicional cobijo?, ¿Podrás, de tu Dios algún día, recibir el consentimiento de buscarme y amarme sin reparos por el fin de nuestros días?, ¿Me has de extrañar, como yo a estas horas, cada uno de estos días; eternos ya sin tu mirar, tus abrazos, tus charlas y tus desmedidas acometidas, a escondidas, tras el altar?





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Doña Marta

Doña Marta

¡La puta madre que los parió, chiquillos de mierda! –gritó enardecida la viejecilla, pasando su mano con rabia sobre sus grises cabellos tomados en un desordenado moño maría, cerrando de un fuerte golpe la puerta a sus espaldas.

Volvía sobre sus pasos, dejando la cubeta con agua servida a un costado del pasillo de entrada. Hacía días les tenía reservado aquel balde con agua servida a la pandilla de mocosos que muy seguido le molestaban.

¡Doña Marta, deje a esos mal criados sin casa! Ya no debiera tomarles en cuenta – gritaba su vecina por sobre la muralla, sin perderse lo que a su alrededor pasaba. Era su forma de apoyarla.
Se conocían ya hace tantos años atrás, que ninguna inclusive bien lo recordaba. Cada vez que de ello hablaban, podían estar toda una mañana fuera del negocio del barrio, con la bolsa del pan mojada, tras haber llegado a la hora en que lo sacaban del horno calientito, ideal para tomar juntas un tecito. Pero se quedaban ahí afuera, por horas y, de tanto en tanto no precavían en disimular, al ver a quienes pasaban, más de algún comentario. Bueno, por ello es que de igual modo debían muchas veces soportar palabras no muy bien intencionadas que les prejuzgaban como un par de veteranas amargadas.

Doña Marta había llegado al vecindario cuando aún era una beba de 5 años, mientras su vecina, Doña Chela, había sido parida en el mismo barrio por su madre enferma. Era 2 años mayor que ella.
Habían sido hermosos años para ellas. Nunca más habrían tiempos como aquellos.
La juventud, por Dios Chela ¿recuerdas? Era tan distinta. Éramos tan distintas y apuestas -y Señoritas– interrumpía Doña Chela. Claro pues Chela, y no como ahora; no como estas cabritas sueltas y estos chiquillos con los pantalones a medio poto y care bandidos.
Pero qué más quieres Marta. Si con los padres que tienen ¿ó acaso olvidas cómo eran cuando chicos ellos mismos? Yo siempre te dije que ojalá se fueran este tipo de familias del barrio. No tuvieron buen vivir, cómo más y mejor los críos les iban a salir.
Sí lo recuerdo Chela, pero no pretendías que viviera de ellos preocupada, con Julio enfermo y la oficina que bastante mal se le portaba. ¡Ay Chela! Fueron tan difíciles esos años con Julio, por Dios santo y la virgen bendita.
Ni me nombres a ese fulano de tu marido, que en paz descanse, pero que me perdone San Pedro desde el mas allá por el rencor que nunca pude dejar de sentir por él y por su trato contigo. Habrase visto borracho como aquel y tú, tonta lesa siempre soportándolo. Podrías haberte ido una de todas esas…ésas veces. Yaaa, no llores Martuca, no quise traerte esos recuerdos. Tuvimos mala suerte, pero seguimos aquí, vieja, vivitas y coleando. Ya, yaaa, deja atrás todo eso. Vámonos de aquí que se nos va a pasar la telenovela y ¡chiquilla por dios, aun no hecho el agua a la sopa! ¿Ves lo que me pasa por quedarme contigo hasta esta hora? Todos los días te lo repito, que podríamos hacerlo, pero después de almuerzo. Tan porfiada que me saliste.
¡Chela, basta! Es a ti a quien le gusta quedarse a mirar como el resto pasa ¿O debo recordarte como te dicen, justamente por deslenguada? Si por eso mi Julio te tenía tanta mala. Siempre me dijo que no eras de las mejores amigas, que yo debía ser como mi suegra, que en su nombre me persigno, como Doña Engracia.
¡Marta! Así que ahora soy yo la deslenguada. Seguramente por eso no me molestan a mí y, a “otras” sin embargo juegan todos los mugrosos niños a tocarle la puerta. Y ya ni recuerdos valen a esa veterana de Doña Engracia, como aun le llamas ¿No era acaso ella la que cubría a tu famoso Julio de sus borracheras o cuando las emprendía contigo en peleas? Ya no hablemos de nosotras, Marta. Bien tontas que fuimos. Ojala los papás de estas criaturas les dijeran temprano cómo comportarse, pero ya ves, la chiquilla de la esquina tuvo guagua – y a tan corta edad, por dios, Chela-. Si pues. Y tú crees que se ha visto el padre por estos lados. Nada, mujer, nada.
Tanto que le dije a su madre que no le soltara la mano. Esa cabrita se estaba quedando sola por las tardes. Qué más esperabas, si el mocoso apenas sabía, por la reja se tiraba y ahí se quedaban, podían pasar horas y, ahí está el resultado. Nunca con buenos ojos a esa parejita.
Marta, tendrás que invitarme a almorzar, mira la hora que es y aun no me dejas regresar.
Por Dios, Chela. Si eres tú la que no para de sacar y sacar conversas; parece que cacareas. Te deben tener así las telenovelas. Ya vámonos, no ha pasado nadie en este rato. Al menos almuerzan en este barrio. Algo normal que suceda. Ah! Ya verás que, si esta noche se les ocurre a esos chiquillos nuevamente ir a tocarme la puerta, se llevarán una muy mala sorpresa. Los estaré esperando atrás de la puerta. Y tú, en vez de estar espiando sin hacer nada, podrías ayudarme. Lo único que haces es, después de todo, sacar el habla por sobre tu muralla ¡Vaya, si no cambias!



(to be continued)



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